Me acosté a dormir una noche cualquiera de un mes de diciembre y cuando desperté supe que ya no tendría padre y que pronto pasaría a ser un huérfano más. O tal vez, como prefiere pensarlo Houellebecq en Plataforma, cuando escribió que una persona no se convierte verdaderamente en adulto sino hasta que pierde a sus padres; así fue como me convertí en adulto y de esa manera es que la vida me dio la bienvenida a la madurez.
En contra de todos los clissés, no ocurrió, como sucede en muchos casos similares, de la noche a la mañana, sin previo aviso. Lo mío, lo nuestro, era algo que ya esperábamos desde hace varias semanas y sin embargo no dejó de ser doloroso. Cuando vi el cuerpo de mi padre por última vez, instintivamente supe que algo estaba mal. El hecho de verlo recostado inconsciente en la cama del hospital me pareció un mal presagio en ese momento.
Recuerdo que en el camino a casa, sentado en un asiento miserablemente diminuto e incómodo de un PlayaExpress me repetía, con palabras diferentes, argumentos similares a los de Kurt Vonegut en Slaughterhouse Five: la diferencia entre la vida y la muerte realmente es una nimiedad, me decía, realmente poco importa estar vivo o muerto en este momento puesto que al final de cuentas todos nos encontraremos con el mismo destino final, con la más puta de todas las amantes.
Sin embargo, pese a repetirlo como mantra, un par de horas más tarde sabría que el hecho de recordármelo a cada minuto no lo volvía verdad necesariamente.
Poco puede rememorar de lo que ocurrió en los siguientes días. Guardo en mi subconsciente el hecho de que mi madre, mis hermanas, algunos tíos y yo viajamos a Guerrero para sepultar el cuerpo de mi padre. Entre música de viento y rosarios implorados por septuagenarias, el cadáver de mi padre transcurrió sus últimas horas sobre la tierra junto a nosotros. En la tierra del coyote y de la liebre, del calor insoportable del mes de mayo, del viento polvoroso de todos los dias, de las noches llenas de estrellas, noches despejadas y sin rastro de ese fulgor que impide contemplar los astros y que caracteriza distintivamente a las ciudades, lo velamos una última noche de diciembre, el último día del año 2011.
Lo sepultamos en el panteón en el cual yacen los restos de muchos antepasados de mi madre, ninguno de mi padre. Ahí su cuerpo reposa finalmente, sólo, sin ningún fantasma conocido que le haga compañía. Ahí me espera mi padre, sus restos físicos y su espíritu, si es que el segundo realmente existe.
Cuando yo muera espero ser enterrado en ese mismo cementerio semi abandonado, a un lado de la tumba de mi padre, donde juntos contempláremos el porvenir de la eternidad.