jueves, 12 de marzo de 2015

That is the place that I will call my home.

Me acosté a dormir una noche cualquiera de un mes de diciembre y cuando desperté supe que ya no tendría padre y que pronto pasaría a ser un huérfano más. O tal vez, como prefiere pensarlo Houellebecq en Plataforma, cuando escribió que una persona no se convierte verdaderamente en adulto sino hasta que pierde a sus padres; así fue como me convertí en adulto y de esa manera es que la vida me dio la bienvenida a la madurez.

En contra de todos los clissés, no ocurrió, como sucede en muchos casos similares, de la noche a la mañana, sin previo aviso. Lo mío, lo nuestro, era algo que ya esperábamos desde hace varias semanas y sin embargo no dejó de ser doloroso. Cuando vi el cuerpo de mi padre por última vez, instintivamente supe que algo estaba mal. El hecho de verlo recostado inconsciente en la cama del hospital me pareció un mal presagio en ese momento.

Recuerdo que en el camino a casa, sentado en un asiento miserablemente diminuto e incómodo de un PlayaExpress me repetía, con palabras diferentes, argumentos similares a los de Kurt Vonegut en Slaughterhouse Five: la diferencia entre la vida y la muerte realmente es una nimiedad, me decía, realmente poco importa estar vivo o muerto en este momento puesto que al final de cuentas todos nos encontraremos con el mismo destino final, con la más puta de todas las amantes.

Sin embargo, pese a repetirlo como mantra, un par de horas más tarde sabría que el hecho de recordármelo a cada minuto no lo volvía verdad necesariamente.

Poco puede rememorar de lo que ocurrió en los siguientes días. Guardo en mi subconsciente el hecho de que mi madre, mis hermanas, algunos tíos y yo viajamos a Guerrero para sepultar el cuerpo de mi padre. Entre música de viento y rosarios implorados por septuagenarias, el cadáver de mi padre transcurrió sus últimas horas sobre la tierra junto a nosotros. En la tierra del coyote y de la liebre, del calor insoportable del mes de mayo, del viento polvoroso de todos los dias, de las noches llenas de estrellas, noches despejadas y sin rastro de ese fulgor que impide contemplar los astros y que caracteriza distintivamente a las ciudades, lo velamos una última noche de diciembre, el último día del año 2011.

Lo sepultamos en el panteón en el cual yacen los restos de muchos antepasados de mi madre, ninguno de mi padre. Ahí su cuerpo reposa finalmente, sólo, sin ningún fantasma conocido que le haga compañía. Ahí me espera mi padre, sus restos físicos y su espíritu, si es que el segundo realmente existe.

Cuando yo muera espero ser enterrado en ese mismo cementerio semi abandonado, a un lado de la tumba de mi padre, donde juntos contempláremos el porvenir de la eternidad.

miércoles, 25 de febrero de 2015

Paz rumiante.

Acostumbrado a llevar una vida simple, con una sucesión de días llenos de trabajo, estudio, sedentarismo y contemplación, en los últimos seis meses he viajado más de lo que lo había hecho en mucho tiempo, quizá en seis o siete años. Los motivos de tales viajes han sido meramente lúdicos, pese a lo cuál estaba un poco reticente por no poder invertir mi tiempo tal como yo lo hubiese querido, obligado por varios factores a la acción para hacer a un lado el reposo que creía merecido. He conducido unos 8 mil kilómetros más o menos, en compañía de mi esposa. Finalmente y tras muchos años, he regresado al pueblo en Guerrero en el cual pasé la mayor parte de mi infancia.

Crecí corriendo descalzo en aquellas calles polvorosas, jugando con los vecinos frente a mi casa, corriendo tras un balón en un llano terroso que hacía las veces de campo de fútbol. Extrañé por muchos años los paisajes llenos de barrancos, montañas y valles; en ocasiones pasaba días enteros añorando aquellos cerros cuya existencia misma anuncia el principio de la Sierra norte en el estado de Guerrero, ansiando siempre el momento de regresar al que siempre consideré mi hogar.

Y no, desafortunada o afortunadamente, el reencuentro tan esperado no sucedió. No hubo chispa, no hubo iluminación, no hubo química ni conexión. A decir verdad, pasé la mayor parte de un mes principalmente haciendo nada, esporádicamente visitando a algunos amigos y conocidos que siguen viviendo ahí, en el mismo lugar que los vio nacer y el cual posiblemente los vea morir. A pesar de que me siento tentado a decir lo contrario, la verdad es que me he divertido bastante.

Después de un mes de andar vagando principalmente en Guerrero y Morelos, un poco más en Puebla y Veracruz, para luego regresar a Quintana Roo y finalmente poner distancia y venir a recalar a Michigan, donde a pesar de que no existen planes sino únicamente incertidumbre, por primera vez siento que puedo ser libre y que existen infinitas posibilidades en el futuro.

Quizá lo único que intento decir es que ya no espero mucho de esta vida, pero precisamente esas bajas expectativas o la falta de ellas hacen que obtenga mayor satisfacción con mis acciones y con lo que recibo. Quizá la vejez no sea tan mala como todos la pintan y eso de volverse uno viejo poco a poco y caminar hacia el matadero, no hace más que ablandarnos y abrirnos los ojos a nuevas posibilidades, a hitos desconocidos. Quizá ir muriendo lentamente no sea tan malo después de todo.

domingo, 28 de diciembre de 2014

Nostalgia de la inocencia.

Hubo una época en la cual las cosas que hacía me salían naturalmente, sin necesidad de detenerme a pensar metodológicamente en ellas. Independientemente de su resultado, llevarlas a cabo me llenaban de satisfacción por hacer algo, abandonar la inacción y alcanzar un logro, sin importar cuan pequeño e insignificante fuera. Sin embargo esa etapa ha pasado, se ha ido y perdido definitivamente en las arenas del tiempo. Extraño esa era, pues todo lo que hacía entonces era espontaneo; a pesar de que decía estupideces y hacia las pendejadas más descabelladas, jamás las hacía con mala intención, todo acción emprendida era por buenas razones, todo por bondad. En estos días, sin embargo, tengo que darle dos, tres o cuatro revisiones a mis decisiones, tengo que consultar con la almohada detalladamente cada una de las ideas que pasan por mi cabeza. Ya sé que la indecisión normalmente se relaciona con personas pusilánimes, faltas de carácter, cobardes. La indecisión, en pocas palabras, se les atribuye a los maricones. ¿Qué puedo decir a mi favor? Probablemente nada razonable, solo que me gusta pensar las cosas en demasía y me cuesta trabajo decidirme por un plan de acción. La vida, esa puta inalcanzable e insaciable se me hace demasiado complicada; me colma de opciones y posibilidades y luego me apura a elegir un camino entre los millones que ofrece. Quizá, en ocasiones reflexiono y en esto probablemente me engañe, mi vida será larga y mi adultez me permitirá compensar en el futuro, este presente y pasado lleno de incertidumbres, esta juventud estúpida e insulsa. Quiza con la edad venga la certidumbre, la sabiduría, el conocimiento pleno de las causas y consecuencias de cada una de mis acciones, incluso antes de que las lleve a cabo. Por ahora lo único que deseo es aprender, llenarme de conocimientos, vivir experiencias nuevas, las cuales espero que en mi senilidad me ayuden a tomar mejores decisiones, a vivir una vida más plena y más satisfactoria. Contrario a las ideas que nos ha traído la modernidad, no tengo prisa en vivir mi vida intensamente, sino llevarla por senderos apacibles, por lugares y tiempos que permitan la reflexión de quinta y la meditación rampante. Pero de nuevo me engaño a mí y le miento a todos descaradamente. La verdad es que no tengo la menor idea de lo que deseo hacer en un futuro cercano, olvidemos por lo tanto los planes a mediano y largo plazo, los préstamos hipotecarios y crediticios, los hijos, la familia, los viajes a Europa en compañía de amigos. Esas cosas no son para mí, sea ello designio del destino o elección propia. Pero creo firmemente que mis fracasos deben adjudicarse únicamente a mí, a mi falta de compromiso, irresponsabilidad e indisciplina. Como claro ejemplo de lo anterior, a esta hora debería estar durmiendo, y sin embargo estoy despierto, sentado en la cocina de mi casa escribiendo estupideces soporíferas que únicamente yo leeré. No importa, este es uno de los pocos dilemas que he solucionado, y elijo vivir mi vida de este modo aunque las consecuencias no sean gratificantes ni satisfactorias. Quizá y de estoy estoy medianamente seguro, únicamente la muerte me dará la tranquilidad que necesito y que he buscado por largo tiempo. Tiempo al tiempo y veremos que sucede.

martes, 11 de noviembre de 2014

Recuerdos del porvenir.

Abrí el vinil de Modest Mouse antes de subir al coche y manejaste a casa de tus padres por 40 minutos apróximadamente. Al llegar a nuestro destino sacamos del abandono dos tornamesas para poder escuchar el album recién adquirido. Rescatamos una reliquia que tu madre adquirió por 24 dolares antes de que tu nacieras y que, desafortunadamente, no funciona ya. Subimos a tu cuarto y al revisar un baúl, así como varias cajas con objetos olvidados, pude reconstruir historias que nunca me has contado. Al principio sentí un poco de celos por esos secretos no intencionados, por las historias insignificantes que nunca me has contado, por la propia naturaleza de su escasa relevancia. Recordé mis días con Ana, en aquella casa de interés social en Playa del Carmen, Quintana Roo, y por salud, bienestar y paz mental me propuse abandonar todas las reflexiones en ese sentido y dejé que el olvido se encargara del resto.

Mas tarde, observando tu ropa vieja evoqué mi niñez en Mexico, la casa con paredes de barro y techo de palma en la que mis hermanos y yo crecimos, y finalmente tuve una dimensión real al contrastar tu infancia en Michigan y la mía en Guerrero. Me aventuré a hacer ociosas meditaciones metafísicas sobre las cosas que depara el porvenir, a pensar en conjeturas sobre nimiedades varias. Quise reflexionar sobre como nuestro pasado influye en lo que somos, y a la vez como nuestra personalidad influye en las decisiones que tomamos, y luego este ciclo se vuelve un laberinto mental en el que cada vez cuesta más distinguir las causas de las consecuencias. 

Me pareció entonces (y quizá aún así lo considero, la verdad es que casi siempre me pierdo en mis propias cavilaciones) que la vida y el futuro son similares a una casa de naipes que se tambalea desde sus cimientos, o a una fila de fichas de dominó acomodados uno junto al otro, o quizá sólo es una conjunción al azar de coincidencias maravillosas, disculpa mis limitaciones en materia de clissés y lugares comunes. La única conclusión a la que pude llegar fue que me alegraba haberte conocido. En ese momento me supe muy afortunado de coincidir junto a ti, los dos en un mismo tiempo y espacio.

viernes, 28 de junio de 2013

Pollo recién matado.

Anoche tuve un sueño demasiado perturbador, incluso para mí que me especializo en soñar cosas horripilantes. En el terreno que mi padre solía cultivar, nos encontrábamos dos primos míos y yo. Las galeras en las que alguna vez hubo polluelos esperando crecer para poder ser sacrificados para consumo humano, se encontraban ahora repletas de personas secuestradas, en sustitución de las aves. Yo le ordenaba a mi primo de menor edad que fuera a una de las galeras y que eligiera a uno de los rehenes, para asesinarlo. Él, lentamente, con la mejor disposición y una sonrisa en los labios, partía hacia el destino indicado y regresaba con una masa sanguinolenta que algún día pudo ser considerada una persona pero ahora apenas se podía decir que estaba viva. Yo tomaba lentamente un hacha, con calma y parsimonia, sin ningún contratiempo o molestia por los gritos de las víctimas, cercenaba uno a uno los miembros. Una vez terminada la labor, entre los tres excavábamos un hoyo en la blanda tierra y depositábamos los restos en el lugar en que finalmente reposarían. Las imágenes en el sueño eran de un realismo enorme, y casi me convencieron de su veracidad. Sin embargo, esto no era lo sórdido del sueño. Lo realmente perturbador para mí, fue que yo disfrutaba haciendo el trabajo. Sacrificando personas sentía menos remordimientos que aquellos que alguna vez sentí al sacrificar a algún pollito enfermo, tal y como lo hacía en los días de mi infancia, en los días en que mi padre dedicaba sus tardes a la crianza de animales. Últimamente esa sensación no me abandona en ningún instante, probablemente porque en este país matar a una persona se ha vuelto tan fácil como rebanarle el cuello a un pollito de granja. Desconozco si llegado el momento seré la víctima, el victimario o el hacha surcando el aire para llegar a su destino.